domingo, 22 de mayo de 2011

EN EL ROCIO ES MADRE



Por José MONTOTO
ABC Sevilla 2 de junio 1968

Porque lo quiso Dios, porque así convenía, se extendió por los campos y ciudades el culto a la Señora. Y porque Dios lo quiso, fue señalando Ella los lugares en los que deseó que estuviese su imagen de un modo permanente. Por montes y campiñas, por llanos apacibles y rientes y por altos picachos de la sierra, la Virgen, en prodigiosas apariciones, fue escogiendo los riscos o llanuras donde asentar sus tronos. Una serie de ellos acomodó en la altura, en las montañas. Se diría que Ella buscó muy altas cumbres desde las que poder contemplar el rebaño esparcido a sus pies. Se diría que la Virgen, sintiéndose emperatriz, puso en alto su trono para así presidir a sus súbditos fieles y estar atenta a sus necesidades.

En mis largos viajes por España visité numerosos santuarios marianos. Casi tocando s los cielos está Nuestra Señora en la Peña, de Francia. Sobre un gigantesco pedestal desde el que se domina vastísimo paisaje se asienta en Montserrat. Rematando gloriosamente una alta sierra se encuentra en La Cabeza, en término de Andujar. En la cumbre de un monte, en Guadalupe de Fuenterrabía. En elevada cueva, en Covadonga. Sobre altísima peña está en Alájar. Dominando una vasta extensión la encontramos en Tíscar. En la proa de la Sierra Morena, en término de Lora, en Setefilla. Y como en un prodigio de ascensión, en el sitio más alto de Andalucía Occidental, está Nuestra Señora de la Sierra, que se venera en Cabra.

Hay Vírgenes serranas: del Monte, Guaditoca, el Robledo... Las hay de las campiñas: la de Gracia, en Carmona; el Consuelo, en Utrera; la Merced, de Jerez; los Milagros, del Puerto... Y las hay marineras, que gustan sentirse arrulladas por las olas del mar: el Rosario, de Cádiz; la Oliva, de Vejer; de la Luz, en Tarifa... Y hay Vírgenes huertanas: así la Fuensantica entre naranjales, en paisaje de ensueño.

Son algunos santuarios exponentes espléndidos del arte y las riquezas. Otros tienen la gracia de lo humilde, claridades de cal, serenidad de ambiente campesino. Uno hay que es distinto a los demás: el Rocío en las marismas. El Rocío es todo luz. Aquella claridad es claridad del cielo. Por eso, porque aquello es trasunto de la Gloria, la gente fue acercándose, ganada por la fe y por el amor, y así surgió la aldea embrión de un pueblo.

La Virgen del Rocío es para vista, como para ser visto es todo el encantador ceremonial de esta fiesta sin par: la vistosa llegada de las hermandades; el rosario, que es la estampa más bella y de más colorido que puede contemplarse; la procesión, en ambiente caldeado por una devoción conmovedora que cuaja en entusiasmo singular... Todo es en el Rocío bello, aleccionador. Hay quienes no saben ver porque no saben mirar, o porque cuando miran están ganados ya por prejuicios. Es lo de la Semana Santa sevillana. Ni en ella ni en el Rocío se puede ver tan sólo lo accidental y lo episódico, sino el fondo, el sentido, la teología que encierran estas solemnidades y que quienes las sienten las viven con la más fervorosa emoción.

¿Qué es lo que hay en el fondo de esa algarabía de ruidos y de luces, de rezos y de coplas, de airosas “sevillanas” y oraciones devotas? ¿Qué, en esos caballistas de veloces carreras y qué en esas carretas de bueyes perezosos? ¿Qué, en esa abigarrada muchedumbre que va y viene afanosa, y que canta, y que reza, y hace del baile como danza litúrgica y al cante lo transforma en oración? Lo que hay en todo ello es el alma de un pueblo; hay una tradición muy venerable; hay acaso, sencillez e ignorancia en muchas almas, pero fe y entusiasmo inflamado de amor. Hay, en resumen, el alma de esta Baja Andalucía que aclama a la Señora con todo el corazón.

Si las Vírgenes de las altas montañas se me figuran emperatrices, esta otra del Rocío, en la inmensa llanura y a la orilla del mar, me habla de infinitudes: de un paisaje sin límites, grande como un trasunto de la Gloria, de un cielo que es inmenso, y de un mar infinito que en constante inquietud es fiel imagen de la vida misma, que es ansia incontenida y es afán.

El Rocío me habla de una Virgen que aquí se siente Madre más que Reina. Reina es por serlo Ella por su oficio de Madre de Jesús. Reina es por ser la reina de los cielos. Pero aquí en el Rocío, la veo con otro oficio que me consuela más: en el Rocío es Madre. Madre, como decimos en la Salve: de la Misericordia. Y siendo nuestra madre, y teniendo el oficio de ir derramando gracias por doquier, ¿quién, que vaya al Rocío, no vuelve enamorado de la imagen, del llano alegre y riente, de todo aquel conjunto que nos habla de gloria, de esperanza y de amor y de paz? 

José MONTOTO

A mi amiga Alejandra Brooks Serrano....

sábado, 21 de mayo de 2011

EL EJEMPLO DE ALMONTE



Por Antonio Burgos
ABC 14 mayo 1985


La mágica cifra del siete nos llevó el domingo a muchos sevillanos a Almonte, para ver la procesión de la Virgen. De siete en siete años salía el Santo Entierro Grande y cada siete años va la Virgen a Almonte, y los sevillanos sabemos dar toda su importancia mágica al guarismo bíblico. De entrada, saber que puedes contemplar un hecho que inusualmente ocurre ya te sitúa ante el gozo de la rareza. El domingo en Almonte era como el sábado en Jerez, cuando se paró el reloj de la plaza a las siete en punto de la tarde porque un gitano estaba haciendo carteles de toros, aquello no era torear, aquello era ver tomando cuerpo en un vestido salmón y seda la muñeca de Roberto Domingo: hay un momento en que la tauromaquia rompe las fronteras del tiempo y del espacio para entrar en el bronce de la escultura. En Almonte también se había parado el reloj. Cuando la Virgen sale, se para el tiempo.

-¿Cuándo sale la Virgen?

-Cuando quieran los almonteños...

-¿Y cuándo entra?

-Cuando los almonteños quieran...

El reloj de Almonte está allí, bajo la plata antigua y el manto que nos recuerda mañanas de la Virgen de los Reyes. El reloj de Almonte está debajo de las pardas camisas sudorosas, de los congestionados rostros, de los pelos alborotados. El reloj de Almonte tiene unas manecillas rítmicas, que son los extendidos brazos de un cura de sotana, al que han alzado a hombros delante de la Virgen. ¿No hay algo de Puerta del Príncipe en el cura rociero a hombros, manecillas del reloj sin tiempo de lo almonteños sus dos brazos? Cuando Andalucía sueña la perfección de sus cánones de belleza, necesariamente tiene que alzar a hombros a alguien. Los aires de Roma andaluza son los que a hombros sacan al sumo sacerdote de la liturgia del templo del toreo; los que a hombros elevan al cura rociero, sotana llena del polvo del camino o del Chaparral, cuando la Virgen está en la calle, y sus manos son las manecillas del reloj sin tiempo que los almonteños llevan dentro del corazón.

Estaba Almonte blanco de portadas, de cadenetas, de flores de papel, de arcos de romero, de fingidas palmeras en las más humildes calles. La torre estaba colgada de verdes pendones, como una Giralda empequeñecida por el paso del tiempo, como escapada del libro de Farfán, como un grabado de Tortolero. Pasabas por las calles, blanco Almonte, y veías los arcos de triunfo y te recordaban los que villa antaño levantaba para recibir a sus Reyes. Era como una vuelta al Siglo Diecinueve y a los arcos triunfales que Sevilla levantaba para recibir a Isabel Segunda. Almonte sigue levantando estos arcos de siete en siete años para despedir a su Reina de las Marismas, y algo hay de visita regia al Cazaderos de las Rocinas cuando por los caminos la llevan.

Estaba Almonte con los balcones colgados, con las calles enramadas, y barruntábamos que así debió ser en Sevilla un día la carrera del Corpus. Todo cuanto de las arquitecturas efímeras tenemos en Sevilla que ver en los libros, en Almonte lo tenemos vivo, con la magia de los siete años. ¿Por qué, en vez de ir hasta allí para gozarnos de las costumbres de Andalucía, no restaurar estos usos sevillanos? No hablo del Rocío que ustedes conocen, que poco con Sevilla que ver tiene. Hablo del domingo del Almonte de arcos de papel, de cúpulas de madera, de medios puntos de purpurina. Hablo de un desconocido Rocío urbano donde no suenan las palmas, ni nadie canta, ni va la España del huecograbado en color a pintar la mona. Hablo de un pueblo orgulloso de su ser, altanero en su gozo, sabedor de que posee uno de los milenarios centros mágicos de Andalucía, que el domingo, como cada siete años, repitió el prodigio de sus arquitecturas efímeras. Para recordarnos a los sevillanos cómo debió ser la carrera del Corpus que perdimos.

Claro que para eso hay que tener muy centradas las manecillas del reloj sin tiempo y Sevilla anda con la brújula loca. Preguntas en Almonte y te dicen:

-Cuando los almonteños quieran...

Y es la otra cara de la indolencia de Sevilla. Los sevillanos nunca quieren nada... Si no fuera porque están marcadas por un reloj que siempre da las horas en punto, aquí ni siquiera saldrían esos dos símbolos de Sevilla que son las cruces de guía y los alguacilillos...

Antonio BURGOS

LOS OJOS DE LA SEÑORA




Por Justo de la Peña
Revista ROCIO octubre 1959


Una amiguita valenciana, y como tal fervorosa devota de la Virgen, bajo la advocación sublime de Nuestra Señora de los Desamparados, no perdía ocasión en que pudiera comentar sus devociones. Describía con tanto detalle los cultos, y la delicada y emotiva ofrenda de las flores, que parecía estar asistiendo a ella. Sin embargo, se notaba un poco de vacío espiritual en esa amiguita. Yo confiaba en el milagro.

Invitela a la Romería del Rocío, pero con todas las molestias y sacrificios que acarrea el viaje en carreta. Mi deseo era que viese a la Señora.

El camino que recorremos desde aquí hasta el Rocío está lleno de poesía. La noche en “Torrero”. Por la mañana, el paso del río Quema. Y así adelante, pisando chinos y arenas, espinas y flores. Manifestación de fe por todas partes. Nos hablan de Ella, campos reales, con sus caminos y cortafuegos, sus junqueras y eucaliptus. Todo parece acompañarnos, porque todos tenemos en esos días la misma meta: la Blanca Paloma.

Pentecostés nos llama. La Blanca Paloma nos espera. El Espíritu Santo nos acompaña. Por eso no puede haber romeros apáticos ni romeros irreverentes. A mi amiguita la esperaban los ojos de la Señora. A medida que se divisaba los contornos de la aldea, iba mi amiga transformando su sentir. Cada vez más callada, sus ojos claros parecían fijos en un punto. Así hasta entrar en el recinto bendito del Rocío. Después de desfilar por la puerta de la Ermita, nuestra amiga quedó muda. Una vez instalados los enseres en la casa, tratamos la visita, pero tostados y polvorientos, acabados de llegar. Ella nos aguarda, quiere vernos con el cansancio del camino. Nos aguarda con los brazos abiertos. La valencianita, con su cinta y medalla al cuello, su traje roto, sus pies cansados y llenos de espinas, me buscó, ansiosa de ver a la Señora. Cuando pisó el suelo de la Ermita, aceleró el paso abriéndose camino entre el gentío que lo llenaba todo, como siempre; quedó al lado del presbiterio, tan cerca de las velas que ardían en montones, como siempre también, que la luz transfiguraba su cara. Apretaba sus manos cruzadas tan fuertemente que hacíase daño, según supe después, pero no apartaba sus ojos de la Señora. Así permaneció tanto tiempo que invitáronla a sentarse, mas no quiso. La boca, entreabierta, apenas movía sus labios. Una cosa rara había en su actitud. Me acerqué a ella para que saliese de la Ermita, puesto que el calor de las velas encendidas podía dañarle y su contestación fue ésta. Querido amigo: Qué razón tenia, cuando me dijo que la Señora, en esta advocación está en carne mortal en estos días entre nosotros. No puedo irme. No lo desea Ella. No puede mi corazón con tanta emoción sin desahogarse al pie de su altar. ¿Qué tiene la Señora en sus Ojos que no puedo apartar los míos de Ellos? Me habla. No sé si podré marchar sin saber qué quiere. ¿Qué fuerza tiene su mirar, entornado? Qué atracción su Pastorcito. Qué hermosura sus flores. Qué grandeza su figura. Madre, decía: dime qué quieres de mí. Ilumina mi camino. Aclárame la oscuridad en que he vivido hasta que te vi. Seré tu más ferviente devota. Así lloraba y lloraba, sin tregua. Vámonos ahora, le dije. Luego volveremos de nuevo. Y así fue calmando su llanto. Salimos poco a poco y al volver a mirar d nuevo a la Señora, me preguntó: ¿Podré confesar esta tarde? Sí, como no, cuando quieras; le dije. Y en efecto, se realizó el milagro. El domingo había ganado una nueva alma los Ojos de la Señora.

Mi amiguita sólo sabía entrar en la Ermita. Mirar una vez y otra el altar. Lloraba desconsolada al ver las promesas que allí concurren.

Sus ojos no sabían cerrarse, sus labios una continua petición, y una fervorosa plegaria. Al despedirse par ala vuelta de la Romería, ofreciole a la Señora volver siempre que le fuera posible y llevar aquellos Ojos fuertemente clavados en su corazón. Porque tienen un poder distinto a todos, los Ojos de la Señora, la Santísima Virgen del Rocío.

JUSTO DE LA PEÑA 
Puebla del Río

A mi amigo rociero Alberto Luis Mena, que se que con sus ojos se queda...., entre una de las muchas cosas de la Señora...

LEYENDA O REALIDAD HISTÓRICA


La primera versión escrita que de dicha tradición se conoce, es la recogida en la Regla de la Ilustre, Más Antigua y Primordial Hermandad de Nuestra Señora del Rocío de Almonte, de 1757 y que textualmente dice:
"Entrado el siglo quinze de la Encarnacion del Verbo Eterno, Un hombre que, ò apacentaba ganado, ò havia salido a cazar, hallandose en el termino de la Villa de Almonte en el sitio, que llamaban de la Rocina (cuyas incultas malezas le hacían impracticable à humanas plantas y sólo accesible a las Aves, y silvestres fieras) advirtio en la vehemencia del ladrido de los perros; que se ocultaba en aquella selva alguna cosa, que les movía à aquellas expresiones de su natural instinto. Penetrò aunque à costa de no pocos trabajo, y en medio de las Espinas hallò la Imagen de aquel sagrado Lirio intacto de las espinas del pecado, vio entre las zarzas el simulacro de aquella Zarza Mystica ìlesa en medio de los ardores del Original delito miró una Imagen de la Reyna de los Angeles de estatura natural colocada sobre el seco tronco de un Arbol. Era de talla, y su belleza peregrina. Vestiase de una túnica de lino entre blanca, y verde, y era su portentosa hermosura atractivo aun para la imaginacion mas libertina.

Hallasgo tan precioso como no esperado, llenò al hombre de un gozo sobre toda ponderacion, y queriendo hacer a todos patente tanta dicha, à costa de sus afanes desmontado parte de aquel cerrado bosque, sacò en sus hombros la Soberana Imagen à Campo descubierto. Pero como fuese su intencion colocar en la Villa de Almonte, distante tres leguas de aquel sitio el bello simulacro, siguiendo en sus intentos piadosos, se quedò dormido à esfuerzo de su cansancio, y su fatiga. Despertò y se hallò sin la sagrada Imagen, penetrado de dolor, bolviò al sitio donde la vio primero, y allí la encontrò como antes. Vino à Almonte y refiriò todo lo sucedido, con la qual noticia salieron, el Clero, y el Cabildo de esta Villa, y hallaron la Sta. Imagen en el lugar, y modo que el hombre les havia referido, notando ìlesa su belleza no obstante el largo tiempo que havia estado expuesta, à la inclemencia de los tiempos, lluvias, rayos de Sol, y tempestades. Poseidos de la devocion, y el respeto, la sacaron entre las malezas y la pusieron en la Iglesia Mayor de dicha Villa, entre tanto que en aquella Selva se le labrava Templo.
Hizose, en efecto, una pequeña Hermita de diez varas de largo, y se construyò el Altar para colocar la imagen, de tal modo que el tronco en que fue hallada le sirviese de peana. Adorandose en aquel sitio con el nombre de la Virgen de Las Rocinas"

La realidad histórica es muy distinta. Pero, para mejor entender los hechos, será bien que digamos algo acerca del lugar donde se alzó a fines del siglo XIII la ermita de Santa María de las Rocinas.

Estas tierras de Las Rocinas no constan ni aparecen en el repartimiento de Sevilla, cosa muy natural, puesto que eran parte del reino mudéjar de Aben-Mahafut de Niebla, reconquistado por Alfonso X en 1262.

Las Rocinas, cazadero reservado a la Real Corona, se constituye como tal después del repartimiento de Niebla, con limites muy imprecisos en 1267. Desde el siglo XIII al XVI este Coto Real conserva su primitivo nombre de Las Rocinas. Restringidos posteriormente sus términos, desde el mismo siglo XIII, por diversas regias donaciones, ya en las reales cédulas de Felipe II se denomina Coto Real del Lomo del Grullo y Las Rocinas, unificándose después el nombre para quedar en Coto Real del Lomo del Grullo.

Este cambio de nombre tiene su origen en la donación de la Madre de las Marismas que los Reyes Católicos otorgan a Esteban Pérez Cavitos, el 18 de Noviembre de 1476; ciertamente esta cesión significó para el Coto Real la pérdida de Las Rocinas. Andando el tiempo, el Concejo de Almonte, celoso del enclave de la ermita de Santa María de las Rocinas dentro de los linderos dados a la Madre de las Marismas, adquirió estas tierras por compra, en escritura pública de 23 de diciembre de 1582, confirmada por otra de 29 de marzo de 1583.

No obstante todo esto, fue Fernando el Católico uno de los reyes que más se preocuparon por la guarda y conservación del Bosque y Palacios de Las Rocinas. En 1491 ordenó importantes obras en el palacio, que el rey encomendó al jurado de Sevilla, Nuño de Esquivel, según consta en una real carta de 12 de enero del mismo año.

Por otras reales cartas de 30 de abril de 1494 y 22 de enero y 9 de agosto de 1513, dictó diversas disposiciones y ordenanzas para la conservación del Real Bosque y de la guarda y veda de su caza, Carlos V, el Emperador, también se ocupó del Coto Real por cédula de 29 de octubre de 1518.

Felipe II, meticuloso administrador de todo, como consecuencia de ciertos informes del alcaide de los Reales Alcázares de Sevilla, siendo todavía príncipe heredero, mandó en 1553 ampliar en una legua más en redondo los linderos del Coto Real.

Por la parte de Almonte, la linde quedó establecida a lo largo del arroyo del Algarrobo, corriente abajo, hasta entrar en el del Ajonjolí, quedando la ermita de Nuestra Señora de las Rocinas a la derecha y fuera de la llamada legua innovada.

Felipe IV estuvo en el Lomo del Grullo, de paso para su celebre visita al Bosque de Doñana, en 1624; también estuvo en el Lomo del Grullo Felipe V, en 1729, durante la estancia de la corte en Sevilla.

Así, con estos linderos, por decisión de Isabel II en pro de la Hacienda, fue enajenado de la Real Corona el Coto Real del Lomo del Grullo, y adquirido en 1850 por los Infantes Duques de Montpensier. Allí, en el Coto del Rey, pasó largas temporadas la condesa de París, doña María Isabel Francisca de Orleáns y Borbón, que, con sus hijos, fue figura y signo de toda una época de la historia rociera.

Sin duda alguna, Alfonso X el Sabio, creador de este coto de caza, frecuentó durante sus muchas estancias en Sevilla, su Cazadero Real de Las Rocinas; no es fácil afirmarlo de sus sucesores Sancho IV y Fernando IV.

El más constante cazador en Las Rocinas fue Alfonso XI. Hemos de tener presente que don Alfonso el Onceno, desde que a los dieciséis años, en 1327, siendo ya rey, viene por vez primera a Sevilla, hizo de esta ciudad centro principal de su vida; y esto, no solo por su importancia y por su proximidad a la frontera morisca, sino porque en Sevilla tenía su amor: doña Leonor de Guzmán.


Clara prueba de ello nos la ofrece su Crónica en ocasión de la guerra con el Rey de Portugal. En 1337. estando en guerra con el rey de Portugal, desde Olivenza se vino don Alfonso enfermo a Sevilla. En el mes de julio, recobrado el Rey de su indisposición -dice Ortiz de Zúñiga-, volvió a campear contra Portugal entrando en el Algarve por el Condado de Niebla. La Crónica de don Alfonso el Onceno, más explícita, dice acerca de este hecho: El Rey había enviado a llamar los concejos de Écija, y de Córdoba, y de Carmona, y de Jerez, y algunas gentes del obispado de Jaén; y desque fueron todos allí juntos, el Rey salió de Sevilla y fue a San Lúcar del Alpichín, y otro día fue a Villalva,  de Niebla, y de alli fue a correr montes a unos sotos muy grandes que dizen las Rocinas. Y estas jornada tomava el Rey en estas tierras porque los suyos que avian de ir con el pudiessen salir y alcançarlle.

El ejército, la hueste, se movía más despacio, y el Rey llevado de su pasión cinegética, quiso aprovechar este buscado compás de espera para ir con los caballeros de su casa y sus monteros, Diego Bravo, su montero mayor, y Martín Gil, Gotier Roiz, Pascual Pérez de las Rocas y otros, a fatigar sus sotos favoritos de Las Rocinas.

De acuerdo con el Estudio y Edición Crítica de Mª Isabel Montoya Ramírez, publicado por la Universidad de Granada en 1992, sobre el Libro de La Montería, Alfonso XI describia que:
"En tierra de Niebla ay vna tierra quel' dizen las Roçinas, et es llana, et es toda sotos, et ay sienpre et puercos. Et son de correr d´esta guisa: poner la bozeria entre vn soto et otro en lo mas estrecho, et poner el armada al otro cabo en lo más ancho".
Y a fuero de experimentado conocedor del lugar, nos explica que "Et non se puede correr esta tierra sinon en yuierno muy seco, que non sea lluuioso; et en verano non es de correr, porque es muy seca et muy dolentiosa".
Y añade el regio cazador, como quien bien lo conoce todo: "Et señalada mjente, son los meiores sotos de correr cabo un yglesia que dizen Santa María de las Rocinas, et cabo otra eglesia que dizen Santa Olalla...."

Estudios fehacientes prueban que este libro es obra de Alfonso XI y sus monteros, y en él se recogen a más de datos y textos anteriores, las experiencias del propio Rey, de su montero mayor, Diego Bravo, y de Martín Gil. El comienzo de su redacción puede datarse en los años 1340-1341 y su terminación hacia 1348. Naturalmente, las noticias en el libro recogidas son, como es de razón, de fechas muy anteriores.

De ello se deduce la existencia de la iglesia de Santa María de las Rocinas en el año 1337, en que, Alfonso XI va de montería a Las Rocinas.

Pudiéramos retrotraer esta noticia de la primera visita de Alfonso XI a Las Rocinas y, por tanto, la existencia del santuario hasta 1330-1331, años en que Alfonso XI hizo su primera larga estancia en Sevilla. De todos modos, se puede afirmar en base a los estudios realizados por investigadores de la talla de Infante-Galán, que en el primer cuarto del siglo XIV existía ya el santuario e imagen de Santa María de las Rocinas, esta misma imagen que ahora veneramos y en este mismo lugar desde los últimos años del siglo XIII.

Alfonso X, creó para si y para la Real Corona este cazadero de Las Rocinas, y fue con asiduidad a montear estos sotos.

El rey, que según el Infante don Juan Manuel, su sobrino, mandó hacer muchos libros buenos sobre el arte de la caza, fue tantas cuantas veces pudo a montear los ya entonces famosos sotos de Las Rocinas.

La primera y primitiva ermita de Santa María de las Rocinas fue edificada, y colocada allí la imagen de la Virgen, por orden de Alfonso X el Sabio, entre 1270 y 1284, (según Infante-Galán) al mismo tiempo que el rey don Alfonso se preocupaba en la edificación de la iglesia de Santa Ana, de Triana, cuya imagen titular, donación del propio rey, tantas semejanzas guarda en su rostro con la imagen de Nuestra Señora del Rocío.

A la par, se supone que fue igualmente levantada la ermita de Santa Olalla o Santa Eulalia, próxima a la laguna de su nombre, (et cabo otra eglesia que dizen Santa Olalla....) que era a su vez uno de los santuarios e imágenes de la Virgen que Alfonso X, tan ferviente devoto de la Madre de Dios, repartió por los lugares de su mayor frecuentación.

La casa del guarda que actualmente se encuentra en dicha laguna, dentro de los límites del Parque Nacional de Doñana, se supone construida sobre lo que algún día fuera aquella ermita dedicada a Santa Eulalia, que los árabes fonéticamente pronunciaban Shant Ulaya, que con variantes ha llegado hasta nuestros días como Santa Olalla.