miércoles, 8 de septiembre de 2010

SE QUEDA SOLA LA VIRGEN DEL ROCIO

Por Francisco Gil Delgado

ABC Sevilla mayo 1969


Al Rocío nos vamos. Hace unos años, las sevillanas rocieras dieron en ironizar sobre la construcción de la moderna carretera. La carretera está ahí; pero no ha vencido al camino de la marisma. Por una vez los artificial no ha arrinconado a lo espontáneo. Pero, ¿qué es lo que se ha salvado: el arte, el costumbrismo, el folklore, la belleza de la estampa campestre? Algo más. Se ha salvado una intensa y profunda experiencia de intercomunicación humana. Porque lo más humano –y lo más divino- del camino rociero es el destierro de la soledad.



Donde nada se produce, donde nada se encarece, donde no se vende y donde hay un derecho ancestral a consumir comunitariamente, no ha lugar para la competencia y, por lo tanto, para la impermeabilidad espiritual, que es la que produce el rechace de la soledad. Más aún: allí no puede subsistir ni el reducto último de la incomunicación, que es la negativa del perdón:



“las riñas se vuelven bromas

cuando se oye una voz

¡Viva la Blanca Paloma!


Por eso lo verdaderos garbanzos negros del Rocío son los que no saben perdonar, a pesar de que ellos está siendo perdonados de continuo.


Está bien lo de ir en coche. Pero en el coche anida la competencia: la necesidad de adelantar, de disputar el aparcamiento, de completar plazas, de ir contra reloj. Estas cosas no se dan en el largo y cansino camino de las carretas, donde no hay más reloj que el sol de las alturas. El coche es una reluciente jaula de hermetismo, a la que no es posible acercarse para pedir una copa, una aspirina, un poco de agua o simplemente a preguntar “de donde vienen ustedes”. ¡Va tan ligero el coche! El coche es nuestro propio mundo de cada día, maestro en cerrar espacios. Y las carretas son la ciudad sin murallas, sin puertas, sin reloj. El mundo de las carretas es el mundo de la suprema condescendencia, de la inmensa apertura, del absoluto perdón. El destierro de la soledad.

La vuelta del Rocío, por el camino de la marisma, tiene un dejo de melancolía que no tiene la ida. No es la tristeza de la decepción, como la “vuelta de la feria”, cuando se comprueba que no hay relación entre el sueño y la realidad. No es así. Del Rocío se vuelve satisfecho: la realidad del encuentro con la Señora supera en mucho a la esperanza. Y, sin embrago, hay algo que se derrumba silenciosamente dentro del alma de cada romero en la tarde del lunes, cuando el crepúsculo resbala por los altos eucaliptos del coto. Sólo quedan dos días de comunidad rociera. A la vuelta de un recodo, las chumberas dejarán ver la cinta gris de la carretera: los pueblos engalanados; el ruido de la gente; la lucha por la vida... el retorno a la soledad. Este miedo anticipado es el que llevaba a trasladar nuestra sensación de soledad a la propia Virgen del Rocío en aquella vieja canción que se cantaba como un ritual litúrgico al trasponer el Ajolí de vuelta:



“La Virgen del Rocío

se queda sola,

por aquella marisma

siendo pastora”.


Éramos nosotros los amenazados de soledad; pero nos consolábamos haciendo partícipe de la misma a la propia Virgen.


La copla parece que está ya desplazada por los acontecimientos. ¿Quién se atreverá a decir que se queda sola una Virgen que entre promesas, planes de playa, días de turismo y jornadas de piedad, no deja de ver cómo se paran delante de su santuario, a lo largo del año, miles y miles de coches relucientes? Está bien; pero eso “no” es el Rocío propiamente. Son “visitas” al Rocío. Todos es veloz, fugaz, sin tiempo para la reflexión es el mundo de los coches, el mundo de las competencias, que se acerca, que toca en el Rocío, sin llegar a transformarse. En ese sentido, sin lugar a dudas, el final de la romería sigue dejando sola a la Virgen, sola de una experiencia de apertura humana que, ¡ay!, únicamente dura siete días.


Y sin embargo las cosas no pueden dejar de ser así. La vuelta se impone; las carretas tienen que despojarse de sus encajes, para volver escuálidas a hincharse de heno en el campo o simplemente para dormir un año en el polvo del corral. Y nosotros hemos de volver a la vida: a la vida de las competencias, de los mercados, de la sociedad de consumo. Otra vez el ir y venir de nuestra existencia, como pelota de frontón, desgranando día a día nuestra propia e intransferible soledad.


¿Qué haremos? ¿Añorar, arropados de romantismo estéril? ¿Pactar con lo negro de la vida, como modernos saduceos? ¿Decir que las cosas no tienen remedio y que “lo del Rocío” no es más que un paréntesis? Precisamente porque esto es lo que hace la generalidad de los mortales rocieros al desvestirse de sus trajes de caminantes, es por lo que la vieja copla puede seguir desgranando su melancolía de una “Virgen que se queda sola –por aquella marisma- siendo pastora”.


Se puede hacer algo más. Luchar por convertir nuestra vida conforme al patrón de las virtudes rocieras. “Donde no hay amor, pon amor y tendrá amor”, decía Fray Juan de la Cruz, que pasó su vida en una terrible prueba de soledad y noche oscura. Qué duda cabe: sin espectacularidad, sordamente y cuesta arriba, cada uno de nosotros puede intentar hacer del resto de las semanas del año un Rocío chico, pero ancho.

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