sábado, 13 de agosto de 2011

EVOCACION DE VIEJOS PERSONAJES ROCIEROS



Por Antonio de León y Manjón
ABC 26 mayo 1985


El Rocío, y todo lo que de él mana y fluye, es tan extenso, de tan infinitos matices y luengas proyecciones que resulta imposible encasillarlo en un artículo, tenemos obligatoriamente que circunscribirnos a los detalles, que cada cual como puede recoge, de ese mar rociero espléndido, alegre y devoto.

Juan Infante, el más amoroso erudito del Rocío, me lo decía: “Cada día descubro algo inédito en la historia del Rocío; es inconmensurable lo que genera la singular devoción a la Virgen”. Y si esto lo dice el cronista de más amplios vuelos, autor de cientos de artículos y del libro más exhaustivo sobre el tema ¿qué podemos decir los demás?.

Dante después de describir los horrores y las penas que pasaban los condenados en el purgatorio y en el infierno, al contemplar la gloria de Dios, apretó los dedos de la bella Beatriz y dijo: “Aquí me faltó la fuerza para levantar las alas de la inspirada fantasía, porque a mi voluntad y a mi deseo no le eran posible contemplar tal magnificencia sin cegar”.

Juan Ramón, el altísimo poeta, un día exclama: “No sé con qué decirlo, porque aún no está hecha mi palabra”.

Nosotros los andaluces tenemos frases que sin definir lo indefinible, lo que nos deslumbra, sorprende, y anonada lo intentan, y sin salirnos por la tangente las largamos con sencillez y profundidad, como una limpia media verónica que deja al toro en el centro del albero, atónito, por haber perdido de pronto el percal.

Y como no puedo describir lo indescriptible, como es la gloria de la Virgen en procesión, voy a hablaros de algunos detalles humanos e inefables que he vivido en la romería, con esos amigos almonteños que la Virgen puso en mi camino para mi bien y mi alegría.

“CABAYERO”

La primera vez que peregriné al Rocío fui de mayordomo de la Hermandad de Sanlúcar con las responsabilidades inherentes al cargo. Como no conocía nada en lo referente a la romería, pedí a un viejo rociero –viejo rociero por las veces que había ido, no por la edad que era Cayetano Bustillo-, que me ilustrase, a lo cual accedió gustoso: “Tú siempre detrás, recogiendo y amparando a todos los romeros, que nadie se quede en el camino; en la casa de la Hermandad tienes un cuarto para ti solo, esto del Rocío es muy difícil, pero tienes que hacerlo...”

Entonces pasaban el río una docena escasa de caballos y unos veinte burritos salieron con los serones de esparto, de los que sobresalía el costo algaideño y frutal de los tomates, ristras de ajos, patatas tempranas, lechugas, botellas de aceite y las verdes damajuanas con el sobretablas casi hirviendo en su interior.

En el Palacio nos comieron los mosquitos y sin pegar un ojo porque un tamboril –“la noche que me dio”- no dejó de tocar.

El Rocío en aquel entonces era virginal, el aire transparente, la madre se perdía entre la junquera, unos pocos caballistas galopaban sin apenas levantar polvo, olía a romero, a eucaliptus recién cortado, a almoradux, a tomillo, brillaba como una bandeja de plata la Canaliega, la deliciosa ermita con el artesonado mudéjar y el altar barroco, el camarín repujado, azulejos, esbelta vidriera, el oro cantando entres fustes adornos y volutas.

Hacia la una de la mañana me encaminé hacia la Hermandad, en busca de la cama prometida, aterido de frío y de cansancio por la larga caminata.

Al abrir la puerta encontré tendido cual largo era, con las botas puestas y la cabeza debajo de la almohada, en mi cama, a un desconocido. “¿Quién es?”, pregunté a uno que se había despertado. Es “Cabayero”, una institución en el Rocío, cuando quitaron el azulejo de la Virgen que estaba en el Ayuntamiento; él levantó al pueblo para exigirle a los mandatarios una reparación por aquel ultraje, y hasta trajeron a la Virgen a Almonte para desagraviarla.

Así conocí a “Cabayero”, el pelo rapado, la cara angulosa, la camisa sin cuello, los pantalones de gruesa pana, la chaqueta gris y descolorida, el pañuelo marrón cernadole la frente...

Nos hicimos amigos, había conocido a mi padre y hablaba de él con veneración y cariño. Me contó muchas cosas del Rocío, con su lenguaje entre andaluz y bereber, de cuando la trasladaron a Almonte bajo la lluvia torrencial y se pararon en el centro del arroyo, que casi era un río por el agua que llevaba, y le rezaron una salve, de la fe y el valor de sus paisanos los almonteños, de las Hermandades que llegaban al Rocío con muy pocos jinetes y menos carretas, de cuando llegó por primera la de Jerez al Rocío, con la bota del caballo sobre un carro y una estera de esparto mojada encima, para que no se calentara el vino. Andaba encorvado, apoyándose en un bastón de acebuche, bamboleando el corpachón como un navío azotado por la tempestad.

Desde el asilo de Huelva, con una letra limpia y segura, me escribió muchas cartas que conservo; en la última, meses antes de que la Virgen se lo llevara a sus marismas azules, me decía: “Me duelen las entrañas y los huesos, pero Ella me aliviará para que vaya a verla en su fiesta”

ANTONIO EL PITERO

Un día me presentó a Antonio el Pitero, sin apellidos, era Antonio el Pitero, y eso bastaba. Le había tocado a Alfonso XIII unas sevillanas en un pabellón de la Exposición de Sevilla y una vez se negó a hacerlo en una casa, alegando que “allí no había casta rociera”. Era mediano de estatura, aguados los ojos por la vejez, los dedos finos y saltándoles las venas, como culebras azules en el reverso de las manos. Daba gloria oírlo tocar la flauta mientras acompasaba el sonido del tamboril, con una cadencia suave intrascendente, distando mucho de esos atronadores y molestos de algunos “tíos del tambor de las actuales romerías”.

El oficio de pitero lo había aprendido lentamente, lo mismo en los días duros de invierno, después del trabajo sentado en la silla de anea en la choza con el techo charolado por el humo, como en los calurosos días del verano entre armajos y lentiscos por donde corren acobardados los lagartos. Primero las sevillanas y luego los martinetes, es muy probable que el secreto del soplo se los transmitiera uno de esos viejos campesinos andaluces, sabios como padres de la Iglesia, leñadores que recorren las veredas con su burrita llena de pelos y de años, su hacha mellada y corta y el sombrero cordobés desteñido y sucio, que duermen como Jacob en cualquier calvero del monte.

Cuando Antonio tocaba se hacía el silencio, y hasta las parejas paraban los pies para que el sonido celestialmente rociero de su flauta y tamboril llegara hasta los últimos rincones de la Aldea.

EL PITITO Y OTROS

En una traslado conocí al Pitito, “aprieta los riñones y pártete el alma levantando el paso”. Su nombre es Martín Jiménez, y el debe el mote a la singular manera que tiene de reírse, como el canto intermitente de un turpial. Posee un puesto en la plaza, es pescadero, y una burra que se llama Patricia, que conoce de memoria los escalones de muchas tabernas, y sobre todo lo que Pitito tiene es un corazón como “la parroquia”. Es alegre y simpático como nadie. “Ser amigo de Martín es ser amigo de Almonte”, me aseguraba el hermano Joaquín, otro almonteño de primera, entregado de por vida a hacer el bien a los demás, como lo demuestra el Pastorcito Divino alzado en la mitad de la carretera de Almonte al Rocío, donde se conjuga el verbo amar a toda hora. Curro Endrina, con las manos endurecidas por muchas podas y recastras, que entona a la perfección esos fandangos antiguos que hoy son difíciles de oír.

Rosendo, sentencioso y prudente como un filósofo estoico, y el recuerdo de Curro Corona, con la casa junto a la ermita abierta de par en par para todos. Sentado como un patriarca bíblico en su verde mecedora almonteña, carismático y sereno poseía esa ancestral sabiduría campesina, honrada y plena, transmitiéndola con sencillez a todos los que querían escucharlo. Pariente cercano de Anita Valladolid, recordaba todo lo concerniente al Rocío casi de dos generaciones. Era delicioso oírle contar las anécdotas mientras llegaba “Palacio” –que más que conductor de camiones es un auriga de la devoción- para avisarnos que la Virgen se acercaba. Y tantos otros, como José M. Reales, Ángel de la Serna...

“Yo ya no puedo acercarme a las andas, pero ahí están mis hijos”, me decía Curro, frase que contiene todo ese río caudaloso de emotividad que continuará corriendo por los siglos de los siglos, transmitiéndose de padres a hijos en toda su integridad.

Porque entre el forcejeo, el desgarramiento, el aparente maltrato, el sudor, el paroxismo, el grito, la emoción, el fervor, el pisotón y el abrazo y la noble rudeza existe algo tan tierno y suplicante, tan devocional y verdadero, que hace vibrar las cuerdas del alma a quienes sienten el Rocío.

Es muy difícil hacer entender esta verdad a los que no quieren entenderla, sólo con el amor fuera de toda medida es posible comprenderlo.

Antonio DE LEON Y MANJON

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